Hoy me desperté casi demasiado tarde, como últimamente. Llovió y eso significa que los obreros que trabajan debajo de mi ventana se quedaron en sus casas, y que no hubo ningún taladro hidráulico a las 7:30 como despertador. Ojalá llueva mañana, y todos los días que quedan hasta que empiece el verano. Nunca creí que desearía tan fuertemente una lluvia y un día gris.
Me apuré un poco, abrí el paraguas y salí a la calle. Vaqueros oversize, camiseta de ir al gimnasio, un suéter básico, cara lavada y unas botas con las que podría haber ido a reventarme el alma en cualquier after. Parecía exactamente lo que era: una persona que se vistió en 5 minutos con lo primero que vio a mano. Después del primer transbordo, la puerta del siguiente metro se detuvo sincrónica y mágicamente delante de mis pies. Todavía desde afuera del vagón pude vislumbrar un par de asientos vacíos, con la emoción de pensar que alguno de ellos podría ser mío, y no tendría que poner posturas raras con mis manos para poder leer de pie. Conseguí seguir leyendo este libro que me regaló una amiga el día de mi cumpleaños, aunque hoy no había nada que celebrar, salvo por la reciente victoria de mi persona sobre el asiento desocupado. Sentí que hoy sería un buen día.
En la sesión de terapia revolví mis tripas como nunca había hecho antes. No tuve ni que hablar, y salí vaciada y satisfecha como después de uno de esos polvos que duran 4 horas. Madrid, llovizna, y otra vez una felicidad absurda por encontrar las calles medio vacías. Estaba siendo un buen día, así que me paré a tomar un café con leche de avena y un croissant relleno de queso de burgos, tomate y brotes tiernos. Al terminar, guardé el paraguas en mi bolso y me puse el libro bajo la axila de mi suéter básico. Caminar y mojarme con la lluvia sería la guinda del pastel.
Después de varias vueltas y recados, que habría evitado hacer hoy si hubiera podido, volví a casa exhausta. Me metí en la cama, en mi lugar habitual con vistas panorámicas, desde el que puedo ver todos los espacios vacíos que hacen de trastero de los restos de los seres que los llenaron alguna vez.
El suelo, unos ojos, vacío. A mi lado, caras varias, vacío también.
Intuí qué hora era por las voces lejanas de los niños que llegaban alborotados de la mano de sus padres después de otro día de cole. Vivir mirando a la calle me hace conocer más o menos a todos los vecinos que pasan por debajo de mi ventana, y aunque ellos no lo saben, forman parte de mi vida también.
Seguí leyendo, pensando en lo mucho que me empiezan a doler las manos cada vez que leo acostada, hasta que el aire tibio de la ventana y las palabras del libro empezaron a fundirme en un sueño inevitable. La imagen del naufragio volvió a aparecer en mi mente y otra vez el nudo en el pecho que me hace temblar. Estás en la orilla, me dije entre sueños. Tranquila. Ya está.
Suena el despertador. Me levanto porque esta noche no me quiero desvelar. Preparo brócoli y salmón. Me acuerdo de alguien por cosas contrarias. Prendo dos velas.
Qué lunes más domingo. Lumingos se llamarán.
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